martes, 16 de septiembre de 2008

Mi amigo el Canillita

Miguel Ángel, tiene 52 años y hace 25 que reparte diarios con asistencia perfecta. Todo comenzó en 1983, cuando su tío Hugo, decidió dar un paso al costado y dejar a su sobrino a cargo del puesto familiar. Desde entonces siempre está ahí atrincherado en la esquina de Soler y 9 de Julio, uno de los semáforos estratégicos de la localidad de Temperley, voceando con una entonación admirable los periódicos que vende. Aunque extraña las épocas en que vendía 100 ejemplares, sale adelante cada mañana. Solo y con su inseparable bicicleta, pudo entender que lo suyo era algo más que un trabajo; ser canillita se había convertido en una pasión que le traía momentos de disfrute cada vez que la ejercía. Ser un trotamundo de la calle es algo que lo ayuda a vivir.

Robusto, con un buen estado físico, viste jeans gastados y unas alpargatas negras, también gastadas, con un agujero que pareciera hecho a medida para que el dedo gordo pueda asomarse a respirar. Lleva además una camisa blanca, con un bolsillo en el pecho del lado izquierdo, donde esconde un atado de cigarrillo que lo acompaña a lo largo del reparto de periódicos. Cubre sus canas con una gorra parecida a la del lechero, su color es difícil describir, es un blanco medio grisáceo que refleja el deterioro. Lleva los diarios en una especie de canasto ubicado en la parte delantera de la bicicleta. Su andar es constante y preciso como el de aquellos soldaditos a cuerda guardados en una caja de recuerdos o expuestos en una feria de muñecos antiguos. No se detiene. Revolea los diarios con exactitud, viajando desde su mano hasta el umbral de cada puerta, quedando allí quietos esperando ser recogidos. Aunque agotado después de haber entregado el último de los diarios, su labor no termina allí. Aún falta más. Regresa entonces a su puesto para continuar la jornada.

Para Miguel Ángel, el día comienza muy temprano. Ya a las cuatro de la mañana está sentado en su banquito esperando la llegada de los periódicos. Escucha el motor del camión interrumpiendo el silencio de la madrugada. Se levanta indicándole a Víctor, el repartidor de tantos años, donde estacionar. Simplemente se saludan, no hay tiempo para mucho mas. Víctor lo ayuda a descargar para luego partir al encuentro de muchos otros Miguel Ángel. Ahora es tiempo de armar los diarios, tarea que hace con mucha precisión y deprisa. Carga su bicicleta, la misma de siempre, una inglesa de color verde de las que prácticamente ya no se ven en las calles, se asegura que no falte ningún ejemplar y emprende viaje. El trabajo requiere de mucha paciencia y fortaleza. Recorre tranquilamente las calles. Todos los perros del barrio lo siguen y ladran mientras él grita una y mil veces, diariero. Comienzan a prenderse las luces de algunas de las casas de la cuadra. Su grito parece ser como un despertador indicando que es hora de levantarse. Se gana día a día, gracias a su simpatía y constancia, el cariño de la gente.

Siempre es el mismo recorrido, arranca por 9 de Julio, hasta Dorrego, dobla en 25 de Mayo hasta Av. Meeks, después agarra Avellaneda hasta Pavón donde finaliza el reparto.

Cada cuadra es diferente, el empedrado de Dorrego hace que la travesía no sea nada sencilla, la bicicleta pareciera desarmarse al escucharse raros sonidos cada vez que rebotan las gomas contra los adoquines ya gastados y desnivelados por el paso del tiempo. El rocío de la madrugada cubre de manera silenciosa las calles alertando a Miguel a la hora de doblar. Con las dos manos en el manubrio y sus ojos buscando desesperadamente lo que ya no existe. Claro, esos grandes y viejos chalets con sus portones abiertos dándole la bienvenida no están mas ya que muchos de ellos se fueron transformando en altos edificios, casas con rejas o murallones, dándole a su querido barrio esa sensación de indiferencia y frialdad. Mucho le costó a Miguel adaptarse a este moderno Temperley, a pesar que sus bolsillos se vieron favorecidos. Solo la plaza, el puesto y algunas casas se conservan como en un principio. La plaza con sus altos robles que imponen su imagen frente a los dos cañones convertidos en la atracción preferida de generaciones, y el puesto siempre de pie observando detenidamente a cada transeúnte que pasa junto a él, conociendo historias, presenciando accidentes, robos… Cómo olvidar las manchas de sangre derramadas sobre la calzada al disparar ese tiro un policía, sólo para asustar aquél muchacho quien había robado la cartera a una señora que miraba las vidrieras sin saber lo que pasaba a su alrededor. Cómo olvidar el día que ese auto ford, no advirtió el semáforo y arrolló a una colegiala que cruzaba rápidamente la calle para no llegar tarde a la escuela. Esas y muchas cosas más, Miguel Ángel, no puede olvidar y viven en él como parte de su vida. De color celeste y disfrazado de miles de ejemplares de revistas, una trinchera bajo el cuidado de ese hombre bonachón encargado de despertar a su barrio con la primeras noticias de la mañana y albergar a los amigos permitiéndoles hojear sus revistas. Muchas veces se transforma en una oreja alerta a los chismes del barrio y otras veces en árbitro de discusiones que comienzan sobre política y terminan con cualquier otra cosa.
Unas manos de chichón nunca faltan al promediar la tarde cuando las ventas comienzan a mermar y como cierre del día. Luego cada uno se despide con un hasta mañana, mientras Miguel baja la cortina.

Fue su abuelo Roberto quien comenzó el negocio. Un personaje que siempre esta presente en el recuerdo de los vecinos. Sentado atrás del mostrador, encargándose de que el puesto este en orden, informando a los clientes de siempre sobre las nuevas revistas de deportes, política y manualidades. Él sabía tanto de eso que nunca se equivocaba a la hora de sugerir la compra de uno de esos ejemplares. Su tío Hugo fue quien mantuvo el negocio familiar ya que su padre desde joven se interesó por la mecánica y los automóviles.
Miguel recuerda cuán esperados eran sus fines de semana en su infancia pues los compartía con toda su familia. Los sábados a la mañana se levantaba temprano para ir a ayudar en el puesto. Mientras su abuela cebaba unos mates y su abuelo ordenaba los periódicos, él observaban atentamente al semáforo, esperando a que la luz roja los habilitase a vender. Al otro lado de la calle sobre la vereda por lo general, aguardaba una pila de periódicos que servían para recargar el montón que el llevaba enrollados debajo de su brazo. Esa escena se repetía una y otra vez, hasta la una de la tarde, cuando el puesto cerraba y los tres caminaba las dos cuadras que alejaban al puesto de la casa.
Almorzaban y luego su abuelo, su padre, su tío y él se encaminaban a la cancha para alentar al glorioso gasolero.

El domingo, el día que más se vendía, ayudaba una vez mas a su abuelo en la parada mientras su abuela se quedaba en la casa amasando esos exquisitos ravioles caseros para toda la familia.

Hoy los fines de semana siguen siendo tan esperados como antes. Los nietos de Miguel Ángel ocupan su lugar y él el de su abuelo. Pero sabe nostálgicamente que no habrá un heredero para su puesto “ mis nietos hablan de ser profesionales como sus padres, pero no de canillitas.”


La gente

Muchas son las personas que se acercan al puesto, algunas para averiguar por tal o cual dirección, otros pidiendo alguna edición de una revista en especial y otros.... no sabe bien para que. ¿Será que el puesto de diarios les sirve como un punto de referencia?, o será simplemente para perder el tiempo hojeando revistas sin interés dilatando un encuentro.

El permanente contacto con la gente hace que a simple vista pueda distinguir a los distintos lectores. Están aquellos que devoran el diario desde la primera a la última página, como aquellos que lo único que les interesa, es saber los números de la quiniela, los resultados de los partidos y algún que otro título para no quedarse afuera de una conversación en el lugar de trabajo. Los temas publicados en la tapa del diario influyen notablemente en la venta. El recuerdo lo lleva a días que vendió casi el doble de lo normal, como el 12 de septiembre -después del atentado a las Torres Gemelas- o la madrugada después del 20 de diciembre del 2001 cuando nuestro país era un caos .
Lo acompaña una radio, siempre la misma estación. Le gusta el tango pero nada de esa música moderna. Para ruidos molestos le alcanza con las bocinas de los autos que muchas veces lo ensordecen. También es testigo del poder que impone el potente sonido de la sirena de las ambulancias que obliga a los vehículos abrirle paso para llegar sin demora a su destino. El ruido del tren perturbante para muchos no parece molestarle. Ya es una costumbre ni siquiera lo nota.

Como todos Miguel Ángel fue víctima de la inseguridad. En reiteradas oportunidades recibió el llamado de un vecino, alertándolo de algún acto vandálico contra su puesto de diarios. Desesperado y arriba de su bicicleta llega al lugar para encontrarse una y otra vez con la misma escena. Graffitis con aerosoles negros, rojos y muchos otros colores que distorsionan el celeste de su puesto, a eso se le suma el candado casi violentado. En ese momento no puede entender el por qué de tanta maldad.

El temor de volver a encontrar su parada destruida y sin ningún testigo se hace presente al terminar el día. No menos de una semana le lleva reconstruir su trinchera, pero siempre están los amigos, aquellos que lo acompañan en su rutina, con lijas y pintura para recuperar el celeste que viste su lugar.
Si bien la inseguridad no lo acobarda, hubo una época donde estuvo a punto de decir basta. No circulaba mucho dinero, todo aumentaba, había que reducir gastos, basta de diarios y revistas para muchos.
Época dura y muy difícil de sostener. Sin embargo el puesto se mantuvo abierto pero no todo el día. Solamente a la mañana ya que diversas changas ocupaban el resto de su tiempo. Pero la crisis pasó y tanto los pedidos como la venta de diarios se reanudaron. No mas changas.


Desde el puesto

Las imágenes se repiten una y otra vez, sus ojos pardos captan la misma escena. Una casa, la mas refinada de la cuadra, que se esconde detrás de un jardín lleno de árboles y plantas. Tiene un techo de tejas a dos aguas con paredes blancas que indican la presencia de pintores en la primavera de todos los años. Junto a ella una persiana verde descolorida que lleva tiempo sin levantarse, con un cartel que dice alquiler completamente abollado por golpes, piedrazos y algún que otro pelotazo; sin embargo nunca un agujero para que Miguel Ángel, pudiera espiar y descubrir que hay detrás de ella. La enredadera de la casa vecina se va apoderando de la persiana, avanza sin control. No hay nadie que la detenga, ni siquiera aquél jardinero que llega en su camioneta destartalada cada quince días, para trabajar en ese jardín majestuoso, que contrasta con la ignorada y descuidada persiana.
La vereda herida por el continuo andar de la gente que pareciera sufrir gimiendo con cada paso, completa la postal. Son pocas las baldosas que sobrevivieron al paso de los años, ninguna ocupa su diseño original, ni tampoco su forma cuadrada. Mas de una está partida como las piezas de un rompecabezas desarmado esperando ser encastradas. Por el contrario, el asfalto de la calle se mantiene firme, con un charco de agua pegado al cordón, que es el bebedero de los perros callejeros y de alguna que otra paloma. El lomo de burro ha sido insultado mas de una vez por conductores distraídos que raspan sus autos con el filo del asfalto.

Llegando a la esquina se observan los nuevos y pequeños locales que han reemplazado aquella tienda con su casa en el fondo que durante cincuenta años albergó a aquél inmigrante árabe y a sus nueve hijos. Ahora solamente dos de los locales están ocupados, un kiosco y una agencia de lotería. Los otros siguen desnudos, mostrando su mudo y vacío interior esperando impacientemente ser vestidos y decorados, para de esta forma llamar la atención de la gente que pasa caminando.

Sin dudas es el Kiosco el lugar más popular de la zona. Los estudiantes pasan largos ratos, comiendo algún que otro sándwich, sentados sobre ese banco cubierto ya de frases y nombres que reposa contra la pared.

La agencia abre sus puertas una y otra vez, permitiendo a Miguel diferenciar aquellos jugadores compulsivos de aquellos que apuestan unas pocas monedas respondiendo al sueño de la noche anterior.

Después de las cinco comienza el desfile. Gritos y cánticos se apoderan de la calle, son los estudiantes que salen caminando de la escuela de regreso a sus hogares, cargando sus mochilas pesadas, repletas de libros, como las Coyas que acarrean a sus hijos en las espaldas a lo largo de la sierra. Llevan puesto un guardapolvo blanco, largo hasta la rodilla, todos juntos forman una gran mancha blanca que viaja desde la escuela hasta esfumarse por completo en la esquina. Al mismo tiempo, desde lejos y cada vez mas cerca, comienzan a aparecer los colectivos naranjas que circulan por la avenida como una manada de caballos encerrados en un corral que corren hacia la tranquera cuando ven llegar al baquiano. Así comienzan el reparto de niños al igual que Miguel cuando reparte los diarios de casa en casa.

De lunes a viernes este movimiento se repite con exactitud, salvo los sábados y domingos cuando todo se vuelve mas lento. El banco del Kiosco queda vacío, las veredas descansan y la persiana verde sigue baja sin develar ninguno de sus secretos.

Comienza a oscurecer, los ruidos van desapareciendo, todo vuelve a la normalidad. Los autos pasan frente a su puesto sin detenerse, se puede escuchar a lo lejos el roce de las ruedas del tren sobre los rieles de acero. Las luces intermitentes de un colectivo vacío denuncian un recorrido fuera de servicio. Los gatos salen a pasear, trepan las paredes como verdaderos alpinistas, vuelan de techo en techo aterrizando sin inconveniente. Como por arte de magia la calle comienza a iluminarse. Los faroles que emergen de la vereda como los dedos de una mano, se encienden dándole la bienvenida a las sombras, creando así un mundo de imágenes distorsionadas paralelo al real.

Es hora de cenar, la jornada ha terminado Miguel Ángel, encadena la cortina de su puesto. Se pone su gorra, y tomando su bicicleta pedalea esta vez no para repartir diarios, sino para llegar a su hogar a descansar.